El peso de la mano
Keyna Eleyson, 2025
Hay artistas que atraviesan el mundo como vientos furiosos, arrastrando consigo los rastros de un paisaje que se recompone con cada soplo. Claudia Coca es una de esas fuerzas. Su obra surge como un cuerpo tensionado entre la creación y la ruina, donde la belleza y la denuncia conviven en un equilibrio feroz. Al volcarse sobre paisajes naturales y huellas humanas, Coca revela una coreografía de resistencias e insurgencias. Sus imágenes son tejidos de confrontación: la naturaleza que brota y resiste, y la mano humana que insiste en medir, clasificar y destruir. Pero, incluso frente a la violencia y la poda, algo palpita, insiste y florece —un campo de batalla en el que la materia orgánica se impone con vigor—.
Entre la delicada trama del algodón y los trazos densos del carbón, emerge un paisaje de encuentros y violencias, de gestos que cualifican y destruyen. Las imágenes que surgen están hechas de un contraste brutal: formas orgánicas, seres vivos y paisajes que se expanden por el tejido, delineados ora con firmeza, ora con la ligereza de quien observa con reverencia. En el centro de esta narrativa visual está la mano humana —un gesto que se acerca para tocar y comprender, pero que también sofoca, poda y borra–..
Estos dibujos revelan una naturaleza que insiste en sobrevivir. Los animales se camuflan, las hojas se entrelazan en arabescos, los paisajes se despliegan en planos que ora acogen, ora repelen. El algodón, con su textura suave y porosa, parece absorber las líneas de carbón, como si cada trazo fuera un registro efímero de presencias que van y vienen. El color, siempre contenido y casi ausente, aparece solo cuando la urgencia lo exige —como si el exceso cromático fuera una violencia en sí misma—.
Las imágenes sugieren un ciclo continuo de expansión y contención. Si por un lado los elementos naturales se presentan con vigor; por otro, la mano humana interviene —cerca, recorta, transforma el paisaje en un campo de exploración y consumo—. Esa mano, que en la historia de la humanidad se ha afirmado como herramienta de creación y conquista, aquí también se revela como agente de perturbación y control. En ella hay una contradicción latente: entre el deseo de cualificar y el impulso de apropiarse.
La presencia insistente de esa mano humana, que busca medir, contener y ordenar lo que escapa a su control, revela también una angustia silenciosa: la imposibilidad de someter plenamente a la naturaleza. Ese intento obsesivo de domesticar revela un movimiento paradójico —al mismo tiempo que la mano traza líneas sobre el paisaje para cercarlo, esas mismas líneas terminan por desvelar la fuerza de aquello que resiste al tacto—. Cada gesto de dominación deja vestigios que el carbón denuncia con nitidez.
El algodón, tejido frágil y absorbente, se convierte en un campo de tensión, donde las líneas se revelan como heridas y las formas orgánicas adquieren aires de insurgencia. Cada hoja dibujada carga una tensión entre presencia y ausencia, entre resistencia y aniquilación. Los paisajes sugieren una naturaleza que se recompone a pesar de las marcas que la humanidad insiste en imprimir. El algodón, como soporte, evoca la fragilidad de la materia orgánica —un tejido que puede ser rasgado, marcado, quemado—, pero que, paradójicamente, también acoge y registra, como un palimpsesto de gestos y memorias.
En la economía visual de estas obras, el color irrumpe como un grito —raro, preciso, aparece solo cuando es absolutamente necesario—. Ese uso contenido del cromatismo revela que el exceso de color se convertiría casi en un error —como si el propio tejido rechazara lo artificial y se preservara como una superficie que respira, que absorbe y que cicatriza—. Así, las manchas de color surgen como señales vitales —una fuerza de renacimiento que emerge, ora discreta, ora intensa, siempre atravesada por la urgencia–
Lo que se ve, por tanto, es una coreografía tensa: una naturaleza que se empeña en brotar y una mano que oscila entre cuidar y dominar. Y en esa danza, cada trazo de carbón, cada aparición de color cuidadosamente inserida, testimonia el intento de equilibrar la fuerza ç creativa y destructiva que acompaña la presencia humana sobre la tierra. Las imágenes revelan no solo el rastro de quien quiere consumir, sino también de quien intenta retener, preservar o incluso resucitar aquello que destruyó.
Hay, en estos trabajos, una percepción precisa del tiempo. Las plantas y paisajes aparecen como cuerpos que recuerdan los ciclos de germinación y cosecha, de vida y muerte. Las marcas de carbón evocan las cenizas de algo que ardió —una especie de memoria oscura de lo que fue incinerado o borrado—. Y, aun así, en el rastro del fuego, algo aún brota. El algodón acoge esas cicatrices y se convierte en un soporte vívido, donde la memoria de la destrucción se convierte en la posibilidad de renovación.
El gesto de la artista revela que cada paisaje es también un campo de disputa —entre lo que brota y lo que se extingue, entre la mano que dibuja y la que borra, entre el intento de clasificar y la imposibilidad de contener plenamente aquello que palpita, que crece y que escapa—.
El bosque está vivo. Solo morirá si los blancos insisten en destruirlo. Si lo logran, los ríos desaparecerán bajo tierra, el suelo se desmoronará, los árboles se marchitarán y las piedras se resquebrajarán bajo el calor. La tierra reseca quedará vacía y silenciosa. Los espíritus xapiri, que descienden de las montañas para jugar en el bosque con sus espejos, huirán muy lejos. Sus padres, los chamanes, ya no podrán llamarlos ni hacerlos danzar para protegernos. No podrán espantar los humos de epidemia que nos devoran. No lograrán contener a los seres malignos, que convertirán el bosque en un caos. Entonces moriremos, uno tras otro, tanto los blancos como nosotros. Todos los chamanes acabarán muriendo. Cuando no quede ninguno vivo para sostener el cielo, este se derrumbará.
—Davi Kopenawa Yanomami, La caída del cielo
Claudia Coca es una fuerza de la naturaleza. Su expresión está hecha de lo que palpita e insiste, de lo que arrebata y desarma. Ella sabe lo que es el dolor y el deleite de ser artista —conoce el peso de la denuncia y la belleza absurda que emerge incluso cuando se impone la ruina—. Su mirada es directa, fuerte e insumisa. No se desvía ni suaviza. Y, aun así, en medio de la dureza de las marcas y la tensión de los trazos, nos ofrece momentos de arrebato —bellezas que no se rinden, sino que estallan como una revelación.-