La utopía del blanqueamiento y la debilidad del mestizaje
Gonzalo Portocarrero
2012
Resumen
La persistencia del deseo de ser blanco, pese a todos los intentos de “idealizar” el mestizaje, como lo propio y valioso de América Latina, pone en evidencia el carácter post-colonial de nuestras sociedades. Es decir, la existencia simultánea del colonialismo y su negación significa que el colonialismo dista de ser historia pasada. El presente artículo explora la manera en que el sistema jurídico colonial, basado en la jerarquización de “razas”, se articula con un sistema económico y social más abierto, que daba oportunidades para que indios y mestizos pudieran enriquecerse. Esta articulación implica un compromiso que significa que lo blanco es mucho más valorado pero que, de otro lado, el blanqueamiento es una posibilidad abierta a los descendientes de quien se empeñara en obtener el éxito económico que permitiera hacerse atractivo y lograr matrimonios con personas más claras.
I
La imagen que vemos en el gráfico 1 es como un pedazo de cielo que hubiera descendido a la Tierra. Un destello utópico, un ideal al que resulta difícil resistirse, pues aparecen muy plenas las vidas allí retratadas. Es una familia joven y hermosa. El amor circula pródigo entre el padre, la madre y el bebé. Todo apunta a un futuro feliz, a una buena resolución del drama de devenir un individuo. El niño mira a la madre; la madre, los ojos del padre; y este, la expresión feliz de su hijo. El deseo del niño por la madre está siendo educado, pues ella no devuelve la mirada a su vástago y la dirige, en cambio, hacia su esposo, el padre. La expresión de la madre revela una dicha expectante que puede asumirse como resultado de la franca alegría que se nota en el rostro de su compañero, tan orgulloso por el hijo de ambos.
El instante capturado en la imagen se postula como condensando una narrativa: la historia de la familia feliz. Avalada por la satisfacción del padre, pero fundada en el cuidado de la madre. Una familia que encamina –dulcemente– a su bebé hacia la superación de su fijación en la madre, pues ella es, ante todo, esposa y, como tal, el objeto de su deseo es el padre. Pero esta situación no tiene que ser tan traumática para el niño, pues su madre está contenta y su padre nunca hará algo en su contra, ya que lo quiere demasiado.
De otro lado, el padre está en contacto con el cuerpo de la madre: su brazo se introduce en la colcha en esa dirección. Probablemente se estén dando la mano. En este momento son compañeros que comparten, tiernamente, la vida que han creado.
Todo es blanco: la colcha, los pijamas, el pañal. Ellos mismos son también blancos. El bebé, curiosamente, es aun más blanco que sus progenitores. Es rubio. El blanco simboliza la pureza y la inocencia, la modestia y la felicidad. No hay manchas, ni pecados, ni trasfondos oscuros. Todo es como se ve.
Es claro que esta imagen de felicidad está al servicio de una finalidad comercial. “Ser papá te queda bien”, reza la leyenda que enrumba el deleite que produce la imagen hacia la conveniencia de comprar en las tiendas Ripley, que dan “siempre grandes beneficios”. Es decir, se sugiere que la promesa de felicidad podría alcanzarse si se consumieran los productos promovidos en el encarte publicitario. La imagen está encuadrada en el discurso capitalista contemporáneo, pues ella trata de crear el deseo por mercancías cuyo consumo hará realidad la promesa de bienestar que la imagen cristaliza de manera tan contundente.
Desde la crítica cultural muchas veces se ha dicho que estos anuncios son “racistas”, pues, en efecto, las características fenotípicas de los modelos poco tienen que ver con el físico de la inmensa mayoría de peruanos, que, mayormente, no somos ni blancos ni rubios, sino morenos, o trigueños o cobrizos. Las agencias de publicidad suelen contestar estas críticas diciendo que ellas deben mirar por el interés de su cliente –en este caso, una gran firma comercial–, siempre preocupado en aumentar sus ventas. Entonces, dado este objetivo, hay que interpelar al público no en su realidad vigente, sino en sus ideales y aspiraciones. Es decir, en aquello que admira y desea ser. Y, justamente, lo que la población peruana admira como ideal y deseable es lo blanco y lo rubio. Pero se puede decir, igualmente, que estas imágenes publicitarias no solo reflejan los gustos e ideales de la gente sino que también los instituyen y regulan. Ambas posiciones tienen mucho de verdad y se puede asumir que la publicidad recoge tanto como modela las aspiraciones del público a quien se dirige y al que conforma.
En todo caso, lo indudable es que las agencias publicitarias no están dispuestas a tratar de erotizar o idealizar el físico mestizo, pues tal intento implicaría mayores gastos con resultados inciertos. Más fácil y rentable es seguir la corriente. Seguir idealizando lo ya idealizado, lo blanco.
Sea como fuere, el hecho es que tenemos una sociedad cuyos modelos de belleza no son representativos de la realidad de sus habitantes. Esta situación nos hace dudar de la veracidad de las ideologías del mestizaje, que postulan un valor estético propio para la gente mezclada, la que tiene de “todas las sangres”.
En este punto es importante aclarar que la belleza corporal, entendida como una armonía de rasgos y medidas que seduce y encanta, es, digamos, un “accidente genético”, por lo que podemos asumir que en todos los grupos humanos hay gente que destaca por ser más bella que el resto. No obstante esta belleza natural, por llamarla de alguna forma, no es siempre apreciada con el mismo patrón. En las sociedades postcoloniales, al menos, si esta armonía tiene color blanco es doblemente valorada, luce más bella. Y si es cobriza o trigueña no resulta tan ideal; no solo es menos bella sino que es también más carnal, no tan espiritual[1].
Esta situación, decíamos, hace dudar de la supuesta idealidad del mestizaje. Es decir, las ideologías que defienden o encumbran el valor de lo mestizo pueden ser valoradas como respuestas compensatorias frente a una devaluación primigenia que ellas no logran trascender. Entonces, para ser valorada, la belleza mestiza tiene que ser mucho más atractiva que la blanca. Y aun así es mirada como cuerpo y carne y no, también, como espíritu (ver el gráfico 2).
Este elogio del mestizaje que se combina con la idealización de lo blanco prueba la vigencia, negada pero presente, de una situación acertadamente llamada postcolonial. Coexiste la ruptura que niega el colonialismo con la continuidad que lo reafirma. Así, el imaginario peruano, y en general latinoamericano, está marcado por valores estéticos de origen colonial que colocan a la mayoría de los “nativos” en una situación deficitaria, de rebajamiento y menoscabo de la propia autoestima.
II
La asociación entre el color blanco de la piel, la prosperidad económica y la felicidad familiar es el fundamento de la “utopía del blanqueamiento” como proyecto transgeneracional de “mejora de la raza”. Un deseo que permanece en el imaginario postcolonial. En realidad, en esto no hay nada de misterioso, pues quién no quisiera ser blanco, cuando es tan bien sabido, como lo recuerda la imagen del gráfico 1, que los blancos no son solo bellos y atractivos sino que, además, disfrutan de una posición acomodada, de manera que tienen todo lo necesario para ser felices.
La “utopía del blanqueamiento” significa la colonización del imaginario de indios y mestizos. Es una promesa de reconocimiento que alienta una estrategia basada en el esfuerzo y la perseverancia. En concreto, en el caso de la América colonial esta promesa anuncia que los indígenas, en el transcurso de tres generaciones, podrían tener descendientes perfectamente blancos. En este sentido, se trata de una invitación que abre un horizonte democrático de igualación social. La clave es casarse y tener hijos con alguien más blanca o más blanco que uno mismo. Así un linaje podría ir ganando posiciones en la sociedad colonial o postcolonial y la mímesis con el colonizador puede llegar a ser (casi) total, pues el colonizado podría devenir (casi) en colonizador.
Me parece útil diferenciar la utopía del blanqueamiento como horizonte desiderativo que orienta un mandato familiar de otras estrategias de blanqueamiento de efecto más rápido pero menos legítimo. Me refiero al uso, desde la época colonial, de toda suerte de productos cosméticos para aclararse la piel o el pelo o al gasto desmedido en vestimentas de lujo[1]. O también, aunque solo hasta el fin de la Colonia, de las solicitudes de reinscripción de las partidas de bautizo, donde constaba la raza o casta del niño incorporado a la comunidad cristiana, con el objetivo de modificar ese dato. En base a dádivas o testimonios no era imposible rectificar la clasificación original: hecho clave si se pretendía acceder al sacerdocio o a la carrera pública, actividades vedadas o muy restringidas a los mestizos.
La utopía del blanqueamiento debe entenderse como una suerte de concesión o puerta falsa que el sistema de castas deja abierto al deseo de reconocimiento de la población urbana colonial. Implica entonces una transacción entre dos sistemas de estratificación social. Una negociación entre, de un lado, los blancos, que valorizan su color de piel, y, de otro lado, todas las diferentes categorías de mestizos, las llamadas castas, que pueden valorizar su esfuerzo y fortuna para acceder legítimamente al matrimonio con los colonizadores.
Entonces, desde el punto de vista de los criollos blancos, se trataba de preservar las jerarquías de raza en un contexto en el que ellas estaban amenazadas por la proliferación de muy distintas apariencias fenotípicas y de movilidad social tanto ascendente como descendente. Como dice Ilona Katzew (2004), la apuesta es a fijar identidades en un contexto cada vez más fluido, donde resulta difícil definir y jerarquizar de una manera precisa e indudable.
Pero, desde el punto de vista de los mestizos y las castas, la negociación abre la posibilidad de un “progreso social”, que es precisamente la utopía del blanqueamiento. En efecto, pese al ideal endogámico, en la práctica el sistema permite y reconoce la exogamia. El vínculo, legalmente establecido, de un blanco con una india o una negra, por ejemplo. Hecho, conviene recordar, imposible en los países de tradición anglosajona donde estos vínculos son proscritos y donde no se reconoce el mestizaje, pues el hijo del patrón blanco con la esclava negra es solo un negro esclavo más. En la sociedad hispana colonial la exogamia no era lo ideal pero tampoco es que fuera inaceptable. El cónyuge blanco perdía prestigio y su descendencia “calidad” pero, lógicamente, a cambio de estas pérdidas algo tendría que obtener. Digamos, una dote cuantiosa, un amor especialmente devoto o una refulgente belleza.
Conviene decirlo otra vez: desde la cultura hegemónica que crea el sistema de castas, la fluidez y los cambios de lugar social son percibidos como lamentables, pues domina el anhelo por una sociedad estamental en la cual todos deben tener un lugar conforme a su tipo racial. Pero como este anhelo está en tensión con el funcionamiento del mercado que produce una diferenciación económica sobrepuesta a la diferencia racial y que la desdibuja, entonces se llega a un compromiso. El éxito económico de los de abajo puede permitir limpiar su mancha, su color originario. Este compromiso –en el que se basa el sistema de castas– permite el blanqueamiento de los inferiores y el enriquecimiento de los superiores.
Entonces, son posibles indígenas con bisnietos españoles, (casi) perfectamente blancos. La jerarquización racial no es pues tan rígida como podría imaginarse. La utopía del blanqueamiento reconcilia la tensión entre la inmovilidad de la adscripción racial y la fluidez de la estratificación basada en el trabajo y el dinero. Entonces el sistema resulta expresivo de una sociedad donde la voluntad de jerarquizar convive con la democratización de las oportunidades económicas.
III
Sea como fuere, la tendencia a clasificar a la gente según su “calidad”, o su grado de blancura, pone en cuestión el significado de la categoría de mestizo. La gente no es simplemente mestiza, pues lo que realmente importa es la composición del mestizaje: la blancura relativa de algunos frente a otros. Por tanto, los mestizos no son un grupo compacto o uniforme. Son las castas o la plebe, un agregado de individuos que difieren decisivamente entre sí. Esta diferenciación es la base de la pigmentocracia y de la utopía del blanqueamiento. Para el análisis de la utopía del blanqueamiento vamos a recurrir a los llamados cuadros coloniales de castas.
La llamada pintura de castas es un género pictórico que floreció en el siglo XVIII, principalmente en el Virreinato de Nueva España. No obstante, también hay cuadros de castas en el Virreinato del Perú (Ebert 2008). Usualmente estos cuadros se presentan como una serie de dieciséis o más lienzos que pretenden clasificar las distintas mezclas entre las razas puras: españoles, indios y negros. En cada pintura se representan familias: el padre, la madre y el crío o cría. Se trata de cuadros elaborados por artistas, algunos conocidos, pero la mayor parte de ellos son anónimos. Se estima que existen alrededor de cien series de tales cuadros, aunque muchas están incompletas (Romero 2000). Las más conocidas y difundidas son las que se exhiben en el Museo Nacional de Antropología de España en Madrid. Allí está la serie peruana formada por veinte cuadros que el virrey del Perú, Manuel Amat y Juniet (1761-1776), envió a España en 1770, como respuesta al deseo del rey Carlos III, quien animado por su hijo –el Príncipe de Asturias, el futuro Carlos IV– quería armar el primer Gabinete Real de Historia Natural en España, institución matriz tanto del actual Museo Nacional de Antropología como de otros.
Aunque en general no se conocen registros documentales que señalen los motivos precisos que llevaron a la elaboración de estas series de cuadros, una excepción es la colección peruana, pues existe una carta del virrey Amat donde señala la razón por la que envía estos cuadros a España:
El Virrey del Perú –N 324– Exmo. Sr. Deseando con mi mayor anhelo contribuir a la formación del Gabinete de Historia Natural en que se halla empeñado nuestro Serenísimo Príncipe de las Asturias he creído que no conducen poco a su ilustración, por ser uno de los ramos principales de raras producciones que ofrecen estos dominios, la notable mutación de aspecto, figura y color, que resulta en las sucesivas generaciones de la mezcla de Indios y Negros, a las que suelen acompañar proporcionalmente las inclinaciones y propiedades. Con esta idea mandé a hacer copiar y remitir los veinte lienzos… (citado en: Romero [2000: 22])
Pero como esta comunicación es excepcional, está abierto el debate sobre las razones que explicarían el surgimiento de este género. Una primera sería el impulso de conocer y clasificar. Detrás de los cuadros estaría entonces el interés científico de la Ilustración, como queda evidenciado en la referida carta del virrey Amat.
Otra razón, en las series de Nueva España, sería el deseo de recordar y adornar, pues muchas de ellas fueron producidas a pedido de funcionarios de la corona que, de regreso a la metrópoli, querían llevarse imágenes vistosas para alhajar sus casas.
El deseo de jerarquizar es también una razón para elaborar los cuadros. Desde esta perspectiva, tales imágenes no solo reflejan la realidad de los diferentes tipos de mestizaje, sino que –sobre todo– la construyen o modelan. Es decir, no se trataría solo de describir una situación, sino también de normarla, dándole estabilidad. El género respondería al proyecto de fijar identidades, lugares sociales, de forma de clasificar “científica” u “objetivamente” a los individuos.
Una razón diferente, que no necesariamente excluye a las anteriores, es la que señala que la pintura de castas es unos de los espacios donde surge y se consolida un orgullo criollo. Esta razón vale para la realidad novohispana, pues en estos cuadros se suele mostrar su esplendor: lo fértil de su naturaleza, lo armonioso de las familias, el buen aspecto de sus habitantes, el lujo de sus vestidos[2]. El hecho de que muchas colecciones fueran compradas por criollos avala, hasta cierto punto, tal posición. Sea como fuere, estos cuadros han sido interpretados de manera muy diversa. Ilona Katzew concluye su libro diciendo que “la pintura de castas no es un género monolítico sino uno que encierra significados simultáneos” (Katzew 2004: 201).
En todo caso, el interés de los cuadros de castas está en su capacidad para describir y exponer, ante la mirada de los espectadores y de la propia sociedad, las diversas realidades que (re)crean. La estrategia no era nueva. Como bien ha anotado Luis Eduardo Wuffarden (2000) para el caso peruano, la tradición de representar a los grupos raciales venía desde el siglo XVI. Esta tendencia está anclada en una perspectiva naturalista que se convertiría en precursora del costumbrismo del siglo XIX.
IV
Mirar una y otra vez los cuadros de castas hace pensar que es difícil generalizar en torno a ellos. Para empezar, la razón “científica” va de la mano con la razón “política”, pues en el despliegue del impulso clasificatorio que define a la Ilustración se hace evidente el deseo de escenificar y naturalizar las jerarquías sociales. Y tampoco puede descartarse la “razón estética” de mostrar una plenitud visual. Una belleza que reafirma el valor de la tierra. En realidad, es seguro que en algunas series predomina una razón sobre las otras. En el caso de la colección peruana es evidente que domina la razón “científico-política” de lograr una descripción minuciosa de los colores, la cual es, al mismo tiempo, un intento por sistematizar la variedad de la gente en una estructura que jerarquiza tipos o especies humanas.
Pero, desde la perspectiva muy acotada de esta ponencia, nos interesa el análisis de los cuadros de castas en la medida en que allí se encuentra formulada de manera plástica y potente la utopía del blanqueamiento. Es decir, la idealización de lo blanco y la dinámica que llevaría a “mejorar la raza”.
Para nuestro análisis hemos escogido una serie de seis cuadros donde están presentes todas las razones aludidas: el orgullo criollo, la naturalización de las jerarquías y el deseo de representar “científicamente” la realidad. Esta serie proviene del Virreinato de Nueva España y actualmente se encuentra en el Museo de América en Madrid. Según el catálogo del museo, se trata de pinturas al óleo hechas sobre láminas de cobre. Su autor es desconocido, pero se presume que fueron plasmadas en el período que va entre 1775 y 1800, que corresponde al momento en que las reformas borbónicas pretenden la “recolonización” de los territorios americanos.
Empezaremos analizando tres cuadros que atestiguan el proceso por el que sería posible la redención de la mancha indígena, el desvanecimiento del estigma que porta el indígena colonizado. En estos cuadros se despliega una gran capacidad para imaginar instantes que condensan la riqueza del mundo de la vida. Tal particularidad de las pinturas de castas tiene una de sus fuentes en los cuadros sobre la vida de los santos. En este último género la composición tenía que estar muy bien pensada, pues se trataba de lograr la hazaña de hacer visible en una sola imagen el espíritu que había animado una vida.
En el gráfico 3 se muestra que el padre “castizo” y la madre española han tenido un hijo que es considerado español. Esto significa que la ascendencia indígena ha quedado definitivamente invisibilizada. Y la narrativa que en esta imagen está como congelada, pero también insinuada, pretende ser feliz: es una pareja joven y armoniosa. Todos están lujosamente ataviados y se encuentran en un ambiente signado por la riqueza y la satisfacción. Es una imagen que nos hace recordar a la del encarte de Ripley. No obstante, hay algo que no funciona del todo bien.
La madre mira orgullosa al pintor/espectador del cuadro. Tiene a su hijo sentado sobre la punta de sus rodillas y su mano izquierda lo sujeta de manera que no pueda resbalarse. El niño, traviesamente, jala el arco con que el padre está tratando de tocar el violín. Pero el padre no luce molesto o contrariado, deja hacer a su hijo, lo consiente. Acaso porque está muy orgulloso, pues ese hijo significa el logro de un deseo largamente acariciado; acariciado no solo por él, sino por sus antecesores que pusieron en marcha el plan del blanqueamiento del linaje. En efecto, su hijo tiene solo un bisabuelo indígena. Para efectos prácticos nadie lo podría distinguir de un español. Pero esta suerte de arrobo beatífico del padre castizo por su hijo español puede tener un costo y no sería otro que la falta de autoridad sobre su vástago, el cual desarrollaría, tal como ya se insinúa en la imagen, un carácter caprichoso, que difícilmente interiorizará la ley como límite y disciplina habilitante. Ese límite que tiene que respetarse para convivir fructíferamente con los demás. Para empezar con el propio padre. En el cuadro se sugiere que la utopía del blanqueamiento termina por producir un déspota extraño.
Pero el camino hacia el borrado de la mancha indígena ha pasado por más de una etapa previa. La inmediatamente anterior fue la producción del “castizo”, el hijo del español y la mestiza que tiene solo un abuelo indígena, que se muestra en el gráfico 4.
El castizo es un bebé a quien su madre está dando de lactar. Aquí hay una menor integración familiar que en el cuadro anterior. El padre español, pese a ser de una mejor “calidad”, está comprometido en la escena, pues le extiende una flor a su esposa, una manera de expresar su amor y devoción por ella. Pero la madre está consagrada a su maternidad, de manera que por el momento no recibirá la flor ni prestará atención a su esposo. Quizá el hecho de que su hijo sea más claro es un motivo adicional de entrega y alegría. Ella ha cumplido el mandato de mejorar la raza. Y ahora parece más madre que esposa.
El padre, la madre y la criatura, todos, llevan vestidos españoles. Se deja ver una uniformidad cultural que está asociada a la fuerza de ese vínculo que detiene al padre español en una tranquila espera por la atención de la madre. Pero si una escena como esta se repitiera una y otra vez, el resultado sería un niño inscrito en la relación con la madre, sin un modelo masculino realmente potente.
Significativamente, la cortina que separa la sala del otro ambiente (¿dormitorio?) está abierta, como mostrando que la familia nada tiene que ocultar, pues la situación es legítima. El hombre galante, la madre devota, el bebé bien cuidado. Todo parece como debe ser. No obstante hay un detalle que traiciona la armonía del conjunto y que representa un síntoma de que no todo está tan bien como se pretende. Me refiero desde luego al grabado que cuelga en la pared, detrás del primer plano de la escena. Esa imagen no está bien colgada. La esquina superior derecha está caída: entre los cuatro soportes de la imagen, hay uno que no funciona, de modo que la esquina respectiva se cae y enrolla. Ello impide ver toda la figura y pone, además, una nota de desarreglo en una situación que parece perfectamente ordenada. En realidad, en una casa que se presenta tan bien cuidada, este detalle es insólito. De allí que pueda ser interpretado como designando una falla: el mestizaje de la madre. Uno de los cuatro abuelos del “castizo” es un indígena. Todo parece perfecto, pero no es así. En el mismo sentido pueden tomarse las manchas, o roturas, en el grabado, tanto en su borde superior izquierdo como en el inferior derecho. Lo sucio está colocado en el grabado. Los “pergaminos” no acreditan una “limpieza de sangre”.
Pero en el fundamento de todo lo anterior está lo que ocurrió en la primera generación: en el vínculo entre el español y la india. Situación retratada en el gráfico 5.
En la imagen vemos a una familia compuesta por un caballero español, una elegante señora indígena y un niñito mestizo que está también muy arreglado. La gradación de colores es evidente. El padre es blanco, la madre es oscura, el niño tiene justamente el color intermedio. Pero en la distribución espacial de los personajes sobre el lienzo llama la atención el hiato entre el padre y el hijo. El primero está caminando, yéndose, un poco sigilosamente, mientras que el hijo y la madre se están quietos. La imagen sugiere que el rostro lloroso y acongojado del niño tiene que ver con ese distanciarse del padre. El niño está decepcionado, resiente el abandono paterno. Y la madre está mirando al suelo, recogida sobre sí misma. Si no se siente tan afectada es porque de alguna manera ya está preparada o acostumbrada a estas situaciones. El niño vive su frustración en su lloro. Y la madre trata de ignorar lo que sucede, pues nada puede hacer. Lo cierto es que el padre se está yendo. Y su gestualidad es muy significativa, casi teatral. Digamos que se reclama inocente. No quiere agraviar a su familia, pero hace lo que le viene en gana. Mira al suelo y levanta la mano izquierda; es decir, no da la cara y pretende una sinceridad que no es muy convincente.
La diferencia de trajes es muy llamativa. El padre y el hijo están vestidos a la usanza española. Y la madre luce un vistoso traje indígena. Esta diferencia contrasta con la cercanía entre la madre indígena y el niño mestizo, pues ambos tienen enlazadas sus manos. Entonces la situación viene a ser la siguiente: desde el punto de vista de la cultura, el niño está más cerca del padre español pero en el plano del afecto el vínculo fuerte es con la madre indígena. Situación desde luego emblemática, pues marca el desgarro de la subjetividad mestiza: entre el deseo de ser como el padre conquistador, que es una presencia débil, y el afecto casi avergonzado por la incondicional, pero poco prestigiosa, madre indígena. El cuadro podría ir como una ilustración de la intuición fundamental de Octavio Paz sobre el carácter mestizo. En sus trabajos, Paz sugiere que el vínculo entre el español y la indígena fue frágil, de modo que el vástago mestizo es ignorado por el padre y sobreprotegido por la madre. El resultado es el “macho” inseguro y sin ley, un sujeto impulsivo y abusador, finalmente, solo (Paz 1994).
Si comparamos las imágenes precedentes de las tres generaciones que toman a un linaje llegar al blanqueamiento, la diferencia más significativa entre ellas está en la actitud del padre. Lo común, mientras tanto, es la indeclinable devoción de las madres por sus vástagos. El padre o bien se escurre y abandona, o bien espera sin ser tomado en cuenta, o, finalmente, consiente sin educar. No cumple sus deberes aunque vaya mejorando de una generación a la siguiente.
Otro hecho común, presente en los tres cuadros, es el debilitamiento de la familia a consecuencia del deseo de mejora social, pues el cónyuge menos valioso (castizo, mestiza, indígena) queda fijado en la admiración a la mejor calidad de su vástago, en detrimento de la atención que podría brindar a su pareja.
Comparando las imágenes se hace evidente la idealización de lo blanco y, por lo tanto, la mayor armonía y prosperidad de las familias que representan las “mezclas raciales más avanzadas”.
V
Ahora bien, ¿qué sujeto social se construye, o se representa, en estos cuadros? Si se tiene en cuenta que aquello que se muestra es el éxito del blanqueamiento, entonces se puede suponer que estos cuadros representan o crean a un o una indígena que rechaza su condición y que sueña con que su descendencia pueda aumentar su valor social. Por tanto, las imágenes están dirigidas a los indígenas y los llaman a esforzarse en la perspectiva de mejorar el porvenir de su linaje. Para llegar a algo así como: “te daré mi dinero y me darás tu color”. Sobre todo a las mujeres que deberían optar por un español pese al riesgo del abandono. En todo caso, su hijo será más valioso que ellas. De otro lado, al “español” que resulta del blanqueamiento se le ha perdonado su mancha indígena, pero es inevitable que en estas imágenes se le recuerde lo impuro de sus orígenes. De cualquier manera, este recuerdo tendrá que ser compensado con el orgullo por el esfuerzo puesto por sus ascendientes en lograr la hazaña del blanqueamiento. Está casi demás decir que este llamado al blanqueamiento puede producir rechazo en los indígenas menos sumisos y/o en los más pobres, que no pueden avizorar ese horizonte como posibilidad. La arrogante superioridad de lo blanco y la despectiva disminución de lo indígena pueden producir, entre los postergados, indignación, rebeldía, resentimiento; y, entre los que se encumbran, cuestionamiento y culpa, pues esta jerarquización va a contrapelo de la enseñanza cristiana que es justamente el fundamento de la legitimidad de la sociedad colonial.
Por otra parte, tenemos que preguntarnos quién enuncia la promesa, quién construye ese sujeto atrapado por el deseo de blanquearse. La respuesta es clara, puesto que la difusión de la utopía del blanqueamiento conviene sobre todo a los españoles cuyo valor social aumenta en tanto se colocan como el objeto por antonomasia del deseo.
En todo caso, la utopía del blanqueamiento funda subjetividades escindidas. En el mundo mestizo-criollo, produce personas que se avergüenzan de una parte de sí mismas, que están asediadas por esa mancha de la que buscan purificarse. Se instituye, entonces, un sujeto estigmatizado, que no tiene el reconocimiento al que aspira. Pero que, a manera de compensación, puede imaginar un proceso de depuración y limpieza. Se trata de apegarse a lo criollo.
La propia palabra criollo lo dice con claridad. El término nombra a lo local en tanto venido desde fuera. Criollo es el hijo de los españoles nacido en América. O, también, el hijo de criollos. Es decir, es un sujeto que se sigue definiendo por su condición foránea, pues ella le acarrea prestigio en un medio colonizado. Ha venido desde fuera aunque lleve muchas generaciones viviendo en el país. Así como la cultura criolla contrasta con la indígena o propia del lugar. Entonces en el término criollo hay ya una resistencia a confundirse con lo nativo. Y es muy notable la continuidad histórica del contenido de este término. Digamos que lo criollo es el proyecto neocolonial, pues aspira a reemplazar a lo foráneo en el dominio de lo nativo. De un lado, remarca su parentesco con lo foráneo y, del otro, su distancia de lo nativo.
VI
El horror a lo negro es la orientación complementaria a la fascinación por lo blanco. El consenso no es unánime, pero lo cierto es que el mestizaje con los negros no garantizaba el blanqueamiento. El proyecto podría fallar por la fuerza de la sangre-mancha negra.
En realidad hay diversas categorizaciones de las castas. Los sistemas clasificatorios difieren en tanto las mezclas se hacen más complejas. Entonces los nombres y los colores se vuelven más antojadizos. No obstante, en todas las clasificaciones se supone que de la relación entre un hombre blanco o español y una mujer negra, nace un mulato. La siguiente categorización en esta secuencia, mostrada en el gráfico 6, ya no es tan unánime, pero la mayoría nombra como morisca a la criatura que nace de la relación entre un mulato y una española. Luego, de la que se da entre español y morisca se engendra una albina, se dice. Y, finalmente, de la relación entre esta y un español puede aparecer un “negro torna atrás”. Es decir, el tataranieto de la negra termina siendo negro, pese a que solo uno de sus ocho bisabuelos es de este color. El “negro torna atrás” puede ser una sorpresa mayúscula, un acontecimiento siniestro, para padres que se consideran blancos, puesto que se han esforzado en olvidar a esa tatarabuela negra, y agresiva, que ahora regresa en el color del niño. Aspecto que sin ese ascendiente resultaría inexplicable.
Si nos fijamos con detalle, caemos en cuenta que el cuadro retrata la situación en términos melodramáticos. El niño busca la mirada del padre. Quiere reconocimiento. Pero el padre, pese a sujetarlo, no lo confirma como suyo sino que mira inquisitivamente a la madre. Y la pregunta que carga su mirada es: ¿cómo puede ser este negrito mi hijo? Mientras tanto, la madre evita corresponder a la mirada de su esposo. Su actitud es de una solícita humildad. Está abochornada. La negritud de su hijo la ha puesto en evidencia. Sus credenciales no son tan limpias como su color haría pensar. Ya la denominación que se le da, albina, nos habla de una blancura exagerada, de una situación sospechosa, que guarda una sorpresa. Pero el niño está lujosamente vestido, como corresponde a los blancos españoles. Además su inocencia se expresa en ese insistir en ser reconocido. Es como si pensara que no tiene nada de malo. Esta situación implica que la madre lo ha reconocido como hijo. En realidad no tiene más remedio, pues de su mismo vientre ha nacido. El niño “negro torna atrás” manifiesta la fuerza de la herencia africana. La sangre negra es como una mancha que puede desaparecer pero igual resurgir en las siguientes generaciones. No se puede terminar de limpiar. En realidad, la imagen es dramática y no sabemos qué pasará a continuación. En todo caso, lo que tenemos es el deseo del hijo por ser reconocido, las dudas del padre y la vergüenza de la madre. Podemos imaginar que el padre abandone a la madre por haber sido engañado, sea por una relación extramarital o porque ella ha ocultado lo oscuro de sus orígenes. Lo indudable es que el cuadro llama a tener cuidado al elegir la pareja, pues la piel más blanca puede esconder un ascendiente que retorna para marcar el color del hijo. Produciendo embarazo y vergüenza.
Si nos fijamos con más cuidado en la imagen, somos llevados a pensar que la madre y el niño quieren salir pero que el padre está reticente. En efecto, el niño está como jalando al padre para que se pare. Y la madre tiene, en una mano, un abanico cerrado y también una prenda de vestir y en la otra lleva un sombrero. Ese sombrero es pequeño, de manera que es seguro que servirá para que nadie vea, en la cabeza de su hijo, la suerte de cuernos formados por lo ensortijado de su cabellera. Los cuernos evocan algo demoniaco. Pero, pese a la presión familiar, el padre se resiste. Podemos comprender su situación. No quiere mostrarse con su “torna atrás” en un espacio público. Luce como un hombre correcto. Pero no quiere exponerse a curiosidades malsanas y sarcasmos. Podrá ser un niño bonito, bien cuidado y vestido, pero es negro. Y eso es casi inaceptable.
Las razones del repudio de lo negro pueden verse en las siguientes imágenes de los gráficos 7, 8 y 9.
En el gráfico 7, sobre el mestizaje entre el español blanco y la negra, vemos a un hombre que intenta defenderse de su agresiva cónyuge. Tras ella está la niña mulata, tratando de sujetar el arrebato colérico de su madre. Lo mismo trata de hacer el padre. Pero la ofensiva la lleva la mujer negra. Con su mano izquierda ha cogido el cabello del padre y con la derecha está tratando de golpearlo con un cucharón. Y el padre procura defenderse cogiendo los brazos de su consorte. Pero ¿por qué se ha generado esta pelea? ¿Por qué el disgusto y la ferocidad en el rostro de la madre? El cuadro nos da algunas pistas que son como las huellas que el pasado ha dejado en la imagen de ese presente detenido en la representación. Para empezar, la escena ocurre en la cocina y la esposa está usando un mandil. Además tenemos el cucharón en su mano. Todo indica que la madre ha estado realizando las labores domésticas. El padre, en cambio, no solo parece venir de la calle, de esa puerta abierta hacia el lado izquierdo de la composición, sino que está vestido con elegancia. Un estilo que corresponde a su ser blanco y español. Entonces podemos suponer que la madre ha montado en cólera por haber sido dejada en su humilde condición mientras el esposo ha salido a hacer algo que no estaba pactado o previsto en el arreglo matrimonial. En todo caso, la violencia en su rostro nos habla de un hogar que no es feliz, donde el esposo no querrá permanecer demasiado tiempo. Y la actitud de la niña, su tratar de contener a la madre, nos dice que ella está tratando de proteger al padre. En resumen, el cuadro expresa las dificultades del vínculo: el padre no quiere salir con su esposa y ella queda amargamente recluida en los quehaceres domésticos. Lo más interesante, sin embargo, es la ira y la agresividad de la madre. No puede controlarse, tiene la “sangre caliente”. La igualdad del matrimonio lleva a la pelea y al conflicto por el carácter tempestuoso de la mujer de raza negra.
Otra versión de la misma idea la encontramos en el gráfico 8.
La similitud de las imágenes hace pensar, de inmediato, que estamos ante un estereotipo: la esposa negra agrediendo a su cónyuge blanco, el cual solo se defiende, mientras que la hija mulata trata de separarlos. Otra vez, la diferencia de atuendos hace visible el confinamiento doméstico de la esposa negra y la constante presencia pública del esposo blanco. Total, el único lugar donde pueden converger, el hogar, termina siendo dominado por el conflicto, por la agresión de la negra. Es evidente que la imagen conlleva el mensaje de que esta unión no resulta conveniente para el blanco, aunque, de otro lado, produzca una criatura, la niña mulata, más sensata y temperada que su feroz madre. En esta imagen se sugiere que el conflicto ocurre en una fonda o chingana de la cual la negra parece ser propietaria o conductora. Tiene un mejor traje que en la imagen anterior y cuenta con dos asistentes, vestidas de manera más sencilla y que están sirviendo a los comensales. Todos los personajes están mirando, con curiosidad pero sin sorpresa, el conflicto familiar. En esta imagen se insinúa que la cónyuge negra, gracias a su negocio, mantiene el hogar. El español sería un mantenido y esta podría ser entonces la razón de un vínculo tan insatisfactorio en otros aspectos.
Finalmente, en el gráfico 9, esta tercera imagen repite casi enteramente la primera. Esta vez, sin embargo, la niña mulata trata de contener más activamente, la furia de la madre.
En el virreinato peruano la figura del “negro torna atrás” está también presente en el imaginario social. No obstante, la situación no parece estar tan cerrada como en el caso novohispano, pues el blanqueamiento es posible, aun para los negros. Pero ya no en las cuatro generaciones que toma al caso indígena este tránsito, sino en cinco. En el primer caso, el camino que lleva a lo blanco empieza en lo indígena, continúa con el mestizo y sigue en el castizo, para concluir en el blanco. En cambio, en el camino que parte de la negra, es necesario pasar por las siguientes estaciones: negra, mulata, cuarterona de mulata, quinterona de mulata, re-quinterona de mulata, gente blanca, o sea, “alvina”.
El hecho es que estos cuadros manifiestan un horror a la sangre negra, postulada como feroz y sucia. Mal haría un español en amancebarse, peor aun en casarse, con una negra, pues estaría expuesto a maltratos y caprichos, por no hablar del poco prestigio de su descendencia y de la vergüenza que significaría exhibir en público a sus vástagos. Por tanto, tendría que resistir las tentaciones de una vida fácil o un erotismo acrecentado que serían los motivos que pueden llevarlo a tan fatal decisión. De todas maneras, la progenie mulata sería de mejor “calidad” que la madre. Pero aun cuando su sangre se pueda ir limpiando gracias al vínculo con los españoles, su descendencia guarda una sorpresa, la posibilidad de engendrar un “torna atrás”, lo que significaría desbaratar todo el esfuerzo realizado por las generaciones anteriores.
En cambio, para los indígenas se abre un horizonte más claro de redención. En un proyecto transgeneracional es posible que la bisabuela indígena tenga bisnietos perfectamente blancos. ¡Qué sueño tan bonito! Escapar del estigma, de la mancha indígena. La bisabuela indígena soporta desplantes que su equivalente negra no tolera pero que comportan grandes beneficios para sus descendientes.
Ahora bien, si tenemos en cuenta la demografía de países densamente indígenas, que es donde se producen precisamente los cuadros de castas, tenemos que pensar que la utopía de blanqueamiento podría ser una ilusión para muchos y una posibilidad efectivamente para pocos. Quizá la hija de un cacique, o de un próspero comerciante indígena, podría empezar a recorrer el camino cuyo destino sería alcanzado por sus bisnietos. Y, claro, el tener en mente la felicidad de su descendencia puede ser un gran consuelo y una poderosa motivación.
Pero, otra vez, se trata de una fantasía abierta para los pocos, aunque marca igual el deseo de los muchos. Los mestizos que se emparejan con mestizas o indias tendrían que vivir su relación con una cierta pena, pues no están en el camino correcto que lleva a cumplir el mandato del blanqueamiento. Pero tampoco es que no haya esperanza, pues lo que no pudieron hacer ellos puede que lo hagan sus hijos. En todo caso, lo importante es apuntar a la mejora de la raza.
En la imagen del gráfico 10 tenemos una relación entre mestizos. Hay alguna proximidad y amor entre los miembros de la familia. Pero esa pulsión está enfriada. En efecto, el padre tiene su mirada fija en el rostro de su atractiva compañera. Pero la madre no está plenamente presente, hay una ausencia en su mirada, un sentimiento de pérdida, un duelo. Está allí y su rostro es agraciado, pero también está sola y aislada. No amargada, tampoco gozosa. Su expresión marca la gestualidad de su criatura y se esclarece en ella. La niña parece estar entre el lamento y el reclamo. Ciertamente no rebosa de satisfacción o capricho como los niños blancos. Su expresión es definitivamente trágica. Quizá se lamenta de no ser blanca y está clamando por mejorar el color de sus hijos. Entonces, es como si no se aceptara, como si estuviera esperando algo que no va a obtener; se encuentra en una situación sin salida. Podemos intuir o postular, sin embargo, que si llegara a primar el reclamo de mejorar sobre el lamento de no ser, esta niña podría esforzarse, ganar dinero y desposar a un blanco. Pero si se queda en el lamento de no ser blanca, es probable que se case con un mestizo o indio. En este último caso, su descenso será el avance de su compañero en la escala pigmentocrática.
Si vemos el cuadro otra vez, podremos notar que el padre está tratando de decir algo a su compañera. Algo que se puede intuir como positivo, pues así lo prefigura su mirada cargada de amor y de pena. También lo dice su mano derecha, arqueada como llamando la atención para expresar algo. Es como si quisiera decir: “¡Un momento! Las cosas no son tal como las piensas. Yo te amo”. Pero, en realidad, no hay comunicación; la madre no está recibiendo el mensaje y, menos aun, la criatura. ¿Cuál es la causa del duelo de la madre? Quizá el hecho de que su esposo no sea blanco, pues si lo fuera la criatura de sus entrañas sería castiza y no simplemente mestiza como lo son sus progenitores. La madre ha perdido la oportunidad de avanzar en la escala de la coloratura.
Es muy significativo, además, que este mundo sea más bien pobre, como lo revela lo austero y gastado de los trajes. Es como si toda la buena voluntad y las ganas de ser felices se estrellaran contra las jerarquías sociales y la realidad de la pobreza.
VII
Que la pulsión clasificatoria, pigmentocrática, de la pintura de castas nace del mundo mestizo-criollo es un hecho que el poema de Esteban Terralla y Landa, Lima, por dentro y por fuera (2011), pone en evidencia, al menos para el caso de Lima. Se trata de una larga sátira de 4.293 versos octosílabos[1]. El poeta, que es un español, se goza disminuyendo a los limeños. No aparece una perspectiva de redención. La condena de Lima y sus habitantes es categórica. Nada hay de rescatable.
El trasfondo de su burla es de rabia e impotencia. El autor no logró “hacer la América” y se venga rebajando a sus habitantes. Pero esta actitud despectiva es también oficial, pues corresponde al proyecto del despotismo ilustrado de las reformas borbónicas, a su afán recaudador, a su desconfianza respecto a los criollos, a su afán por reafirmar la autoridad de la metrópoli.
Para Terralla y Landa, el caos moral que es Lima tiene múltiples rostros y cada uno es peor que el otro. Los limeños son presentados como interesados y oportunistas; siempre en la expectativa de sacar provecho de los españoles o, por último, de quien esté a su alcance. Las mujeres son de costumbres livianas, muchas de ellas dispuestas a vender sus favores. De otro lado, la falta de urbanidad es clamorosa. La gente come con las manos y los platillos carecen de todo refinamiento.
Todo artificio y ficción,
Todo cautela y enredos,
Todo mentira y trapaza;
Todo embuste y fingimiento. (Terralla y Landa 2011: 143)
En la raíz de este caos está la desnaturalización de las jerarquías sociales, el trastrocamiento producido por la gente que quiere igualarse a los blancos quebrando leyes y costumbres.
Que vas viendo por la calle
Pocos blancos muchos prietos,
Siendo los prietos el blanco
De la estimación y el aprecio.
Que los negros son los amos
Y los blancos son los negros
Y habrá de llegar el día
Que sean esclavos aquellos.
….
Que se adornan de buen hato
Silla de plata, buen freno,
Buena mula, buen caballo
Buena capa y buen sombrero.
Hay muchos del mulatismo
Y del género chinesco
Que con papeles fingidos
Quieren mudar de pellejo. (Terralla y Landa 2011: 161)
Es muy interesante el cuadro que nos brinda Terralla. No es una pintura de castas. Para el poeta, Lima es una ciudad donde los españoles que la habitan no trabajan. Y la gente baja, las “castas”, están tomadas por el deseo de ser como los españoles. Entonces ellos sí trabajan y, pese a ser muy ahorrativos, hay rubros donde no dudan en derrochar su dinero. Por ejemplo, comprar vestidos que no van con su condición, pero que los hacen lucir más blancos o menos oscuros de lo que son. Lo que Terralla testimonia, acaso sin quererlo, es que, en Lima, la piel blanca es el supremo objeto del deseo. Entonces quienes ya la tienen no hacen nada y los que carecen de ella se esfuerzan para presumirla y/o dejársela a sus hijos, a través de matrimonios convenientes.
Verás en todos los oficios
Chinos mulatos y negros,
Y muy pocos españoles,
Porque a mengua lo tuvieron.
Verás también muchos indios
Que de la sierra vinieron
Para no pagar tributo
Y meterse a caballeros.
Verás con muy ricos trajes
Los de bajo nacimiento,
Sin distinción de personas,
De estado, de edad ni sexo.
Verás una mujer blanca
A quien enamora un negro,
Y un blanco que en una negra,
Tiene embebido su afecto. (Terralla y Landa 2011: 173)
Por el contrario verás
Entre las negras y los negros
Que gozan de libertad,
Y viven sin cautiverio.
Pues con el sumo trabajo
Que en la mocedad tuvieron
No les falta en la vejez
El cotidiano sustento.
De forma que verás varios
Que después que libres fueron,
No solo dejan alhajas
Sino esclavos y dinero. (Terralla y Landa 2011: 175)
En el fondo, lo que Terralla nos transmite es la realidad de un sistema donde coexisten dos principios de estratificación social. El primero supone categorías fijas y está basado en el origen y el consecuente color de piel. Es el sistema hegemónico, pues está respaldado por el poder político y cultural, por el Estado y la iglesia. El segundo principio de estratificación social está basado en el esfuerzo y el logro. En las posibilidades que abren el trabajo y el mercado, que permiten que cualquiera pueda adquirir riquezas, de manera que la fijeza de las categorías raciales tiende a diluirse. Terralla protesta contra un dinamismo económico que socava las jerarquizaciones raciales. Su proyecto implícito es que ambos sistemas coincidan. Vale decir, que no existan españoles pobres ni mestizos ricos. Pero ese proyecto no parece posible, pues los españoles tienen en “mengua” el trabajo, de manera que su futuro depende de casar a sus hijos e hijas con los mestizos más exitosos. Digamos que Terralla lamenta lo que ocurre, la igualación social. Pero, también, explica cómo el logro económico subvierte la jerarquización racial.
Pues no teniendo destino
Las niñas de fundamento,
Pierden por necesidad
Aún de la vergüenza el velo. (Terralla y Landa 2011: 149)
El deseo de ser blanco es tan sentido que todos tratan de serlo o simularlo. Es el caso de la mulata que:
Jamás las manos descubre
Ni enseña tan solo un dedo
Por no mostrar que es
Acanelado el pellejo. (Terralla y Landa 2011: 145)
La adoración de la que los blancos son objeto termina debilitado los patrimonios familiares, pues les impone un tren de vida marcado por el lujo y la renuncia al ejercicio de cualquier actividad productiva. Esta es la situación que a fines del siglo XVIII observa Alonso Carrió de la Vandera en El lazarillo de ciegos caminantes:
La multitud de criados confunde las casas, atrae cuidados, entorpece el servicio y es causa de que los hijos se apoltronen y apenas acierten a vestirse a la edad de los doce años, con otros inconvenientes que omito. El actual establecimiento, con el de costosos trajes que se introducen desde la cuna con la demasiada condescendencia que tienen algunas madres, son dos manantiales o sangrías que d(i)bilitan insensiblemente los caudales. (1985: 212)
Esta situación se confirma en el estudio de Paul Rizo Patrón (1990). Resulta que cerca de la mitad de la nobleza limeña es calificada de pobre o muy pobre (“no tiene caudal”). Este grupo decayó mucho por el agotamiento del Cerro Rico de Potosí y, también, por la falta de un ímpetu empresarial que le permitiera renovar sus activos económicos. (Rizo Patrón 1990: 134)
VIII
La ideología del mestizaje proviene, al menos en el caso peruano, de un compromiso entre, por un lado, el liberalismo republicano que con la Independencia se afirma como ideología oficial del naciente Estado y, por otro lado, el conservadurismo colonial que sigue vigente pese a que su existencia sea negada en el mundo público. La ideología del mestizaje llama a reconocerse como producto afortunado de mezclas tan intrincadas que sería imposible –e irrelevante– precisar la proporción de las sangres de las que cada uno es resultado. “Quien no tiene de inga, tiene de mandinga” es la frase clásica, mil veces reiterada, que llama a hacer invisibles las diferencias de color. A través de esta proclamación orgullosa –la raza no importa pues todos somos mestizos– los individuos se considerarían ciudadanos y el conjunto de la gente del país una nación. Se trata de crear al “sujeto” mestizo; es decir, al individuo que es uno más dentro de una comunidad de gente donde las castas se han diluido, de manera que impera el sentimiento de igualdad. La realización de la ideología del mestizaje implica la desaparición de la utopía del blanqueamiento y la jerarquización pigmentocrática.
Esta ideología ha tenido una gran importancia pues ha sido, y sigue siendo, la visión oficial, autorizada, que el país tiene de sí mismo. No obstante, “por debajo” de ella fluye un discurso avergonzado, escondido, que produce orgullo a quien lo hace suyo. Este discurso está muy presente en la realidad cotidiana donde la jerarquización y la servidumbre sobreviven sin cuestionamientos. El racismo es un “secreto a voces”, algo que todos saben pero que nadie debería decir en público. Entonces, en el caso peruano esta ideología del mestizaje no ha logrado aún cuajar, adentrarse en las entrañas, in-corporarse. Y la mejor prueba de ello es la persistencia del deseo de blanquearse.
Sin embargo, la ideología del mestizaje es el fundamento de la nación peruana. O, para ser más precisos, de la versión criolla del nacionalismo peruano. Una versión que se encuentra cuestionada, pues ahora existe una variedad de nacionalismos andinos que se reclaman, todos ellos, como más “auténticos”, más acordes a la realidad e historia del país que el nacionalismo criollo. Cabe preguntarse si el nacionalismo andino es una ruptura o una profundización de la ideología del mestizaje. En realidad, el compromiso del que surge el nacionalismo criollo: abolir la pigmentocracia del plano público-oficial pero mantenerla en el privado, es un compromiso dinámico, una tensión entre fuerzas que han ido evolucionando. Para empezar, la jerarquización social depende hoy mucho más de los activos económicos y culturales que del color de piel. De otro lado, se ha hecho público el secreto de la discriminación. En este proceso el término racismo es fundamental, pues ha funcionado como la luz que saca de las sombras las prácticas discriminatorias que siguen reproduciéndose. Se vigila y se denuncia la arrogancia de quien jerarquiza de acuerdo a la cultura y la piel. En la actualidad, al menos en Lima, un comentario racista puede ser el epitafio de una carrera política.
No obstante, las cosas son complejas, pues en el imaginario de la globalización contemporánea el fenotipo indígena no está postulado como un ideal apreciable, que cualquiera quisiera tener. En el mundo de las imágenes lo que más vale es lo joven, lo blanco. Entonces en este aspecto la globalización viene a dar un nuevo aire al colonialismo, a la utopía del blanqueamiento.
IX
La idealización del cuerpo cobrizo fue intentada, una y otra vez, por el indigenismo. En México, en especial, pero también en el Perú, el indigenismo representó a los hombres y mujeres nativos de una forma presuntamente atractiva. Es el caso, desde luego, del muralismo mejicano (ver el gráfico 11) y del arte de autores como José Sabogal en el Perú. Y, ciertamente, el indigenismo es un capítulo mayor en el intento de producir una descolonización del imaginario latinoamericano. No obstante, se trata de un capítulo incipiente, pues esos hombres y mujeres indígenas son todavía poco ideales. Son fuertes y orgullosos, pero también hieráticos y lejanos. Quizá respetables y rebeldes, pero no –aún– atractivos.
X
El intento por idealizar el cuerpo mestizo implica sensibilizar nuestra mirada a una belleza negada, o disminuida, por el racismo y la utopía del blanqueamiento. En realidad, participamos en una lucha por definir nuestra subjetividad. De un lado, tendríamos que sentirnos feos e inadecuados, “manchados”, como lo sostiene la inercia histórica y la impronta colonizadora de las industrias culturales que hegemonizan la globalización. De otro lado, podríamos sentir que algo bello e ideal habita en nuestros cuerpos. Algo no por negado, menos existente.
Este es el camino recorrido por la artista plástica peruana Claudia Coca. Se trata de resistir el imperio colonial, y la manera de hacerlo es mediante una reconciliación profunda con esa imagen que el espejo nos devuelve. En su exposición “Mejorando la raza”, ella nos dice:
“Mejorando la Raza” da una mirada al problema racial, no del lado del racismo visto como ejercido por otro, sino más bien al racismo practicado y sentido por uno mismo hacia sí, a lo que llamaremos autoracismo de la sociedad peruana.
Son varias las formas en que es sentido y se practica nuestro autoracismo. “Todos los peruanos somos cholos” o “el que no tiene de inga tiene de mandinga” son refranes populares usados cuando se habla del colectivo, pero negados cuando son aplicados al individuo. Para el mestizo, que tiene interiorizada la creencia de superioridad de la gente blanca, es muy difícil aceptarse como cholo ya que este término señala sus características raciales. Existe en consecuencia una negación racial de parte del mestizo que cae en la imposibilidad de reconocer el propio rostro en el espejo.
La frase “mejorando la raza” es aplicada comúnmente cuando una persona mestiza tiene o desea tener hijos con una persona blanca o blanquiñosa, con lo que se supone la obtención de una descendencia mejorada. Esta es una forma de realizar sus sueños a través de los hijos, no solo los sueños de una prosperidad profesional para ellos, sino también los de ser personas más claras y por lo tanto bellas. (Coca: 2000)
Se trata pues de un combate interior. No dejarse subyugar por los sentimientos de vergüenza y compasión que emergen de mirar nuestra propia figura. Darnos cuenta de que los cánones estéticos desde los que enjuiciamos nuestra apariencia son injustos y arbitrarios y de que en un mundo donde domina tanto la estética blanca y juvenil[1], las personas oscuras y mayores quedan relegadas a lo insignificante. Simplemente no pueden ser apreciadas.
Cambiar la mirada y la sensibilidad pasa por apreciar el cuerpo cobrizo. Y el proyecto de Claudia Coca pretende contribuir a este fin interviniendo las representaciones canónicas del arte occidental con su propia apariencia mestiza.
Entonces Claudia Coca coloca su rostro en pinturas de Zurbarán y Klimt, también en cómics y mangas japoneses (ver el gráfico 12). Un intento de idealizar el mestizaje, de elevarlo a la calidad de objeto supremamente deseable. Y estas imágenes no se desmerecen por la intervención a la cual la artista las somete. Reemplazar al otro, mostrando que nada significativo se pierde, es también una manera de hacer evidente la igualdad sustancial de la especie humana.
El proyecto estético-político de Claudia Coca va más lejos. También reivindica la condición femenina, como se muestra en el gráfico 13. Una (auto)mirada donde la artista comparece como fuerte y decidida y, no obstante, bella y atractiva.
Pero los procesos no son lineales. Y muestra de ello es el cuadro de la familia mestiza, pintado por la misma Claudia Coca (ver el gráfico 15).
En la superficie del lienzo se lee: “Quarterón de mestizo con tresalba produce mestizo salta atrás”. ‘Tresalba’, según el diccionario de la RAE: “se dice de un caballo o de una yegua: que tiene tres pies blancos”. Entonces, se entiende que el niño sea nombrado “salta atrás”, pues pese a que sus padres tengan cada uno un abuelo indígena, él mismo resulta más indígena que sus padres. Entonces la “mancha indígena” se convierte en algo potente que regresa a deshacer el camino del blanqueamiento en que estaban comprometidas las familias de sus progenitores.
Desde luego que el lienzo es complejo, pues nos muestra a un niño ciertamente feliz pero demasiado grande para ser cargado por su (sacrificada) madre. Y el padre, mientras tanto, no parece demasiado involucrado, su acercamiento es gestual, retórico, propio de quien no quiere terminar de comprometerse, de “ensuciarse las manos”. De allí la camisa blanca, sus lentes doctorales, lo huidizo de su mirada y lo poco definido de su aproximación. La sonrisa plena del niño se relaciona con la mirada triste y ausente de la madre y con la distancia del padre. Entonces queda flotando como pregunta lo que ya está insinuado en el título del cuadro: ¿es el mestizaje una mala raza?
XI
En el caso de la colección peruana de los cuadros sobre las castas no hay duda sobre su inspiración: han sido encomendados por el virrey para dar a conocer a su majestad la realidad americana. “[…] la notable mutación de aspecto, figura y color, que resulta en las sucesivas generaciones de la mezcla de Indios y Negros, a que se suelen acompañar proporcionalmente las inclinaciones y propiedades” (Romero 2000: 22). Lo interesante en esta serie es que el blanqueamiento no es total. La autoridad colonial reconoce la gradación de las castas y su diferente calidad. No obstante, queda claro que el criollo nunca podrá ser una criatura limpia. Este límite queda establecido en el cuadro número 15 de la colección (ver el gráfico 16), donde se lee: “Español, Gente blanca. Quasi limpios de su Origen”.
Este cuadro no muestra al hijo de la pareja. Hecho que es una de las convenciones más importantes de la pintura de castas. Y es que presentarlo sería redundante. Si los dos son “gente blanca”, su descendencia no podría ser sino como ellos; es decir, blancos. Pero no se trata, por decirlo así, de gente “blanca-blanca” sino más modestamente de “gente blanca quasi limpios de su origen”. Es decir, les falta muy poco, prácticamente nada, para ser blancos. Pero, en realidad, no terminan de serlo. Estos son los individuos que el virrey presenta como las presencias más deseables, como el resultado más depurado del sistema colonizador. Y pese a todo el esfuerzo, el origen no queda totalmente borrado. En realidad, el cuadro atestigua la hostilidad de los reyes borbones hacia los criollos. Estereotipados como incultos y ociosos, vistos como un obstáculo a la apropiación de los mayores excedentes que la metrópoli reclama de sus colonias.
Es muy notable que el tercer personaje, que aparece en un segundo plano del lienzo, no sea el hijo de ambos sino un hombre oscuro (¿indio?, ¿negro?), humilde, pobre y hasta harapiento, que tiene, sin embargo, una presencia importante por su tamaño, actitud y posición, aunque, de otro lado, tenga un aspecto un tanto fantasmal. En la pareja, mientras tanto, reluce el orgullo y la satisfacción; sobre todo en ella, un tanto ausente a la interpelación de su compañero que, sin éxito, parece querer convocarla. En el personaje oscuro los hechos llamativos son la cruz que sostiene en la mano derecha, su mirada enfocada en la blanca palma de la mano derecha del hombre “quasi limpio” y, finalmente, su mano izquierda que parece rozar la mano derecha de este hombre. Entonces, todo parece indicar que este modesto personaje, casi vuelto invisible, es el ascendiente de la pareja, el hombre que ha logrado el milagro, a fuerza de tesón y fe, de tener como progenie a esa “gente blanca quasi limpia de su origen”. Gente que, desde luego, lo desconoce, pues ni lo miran, pese a ser sus descendientes. Los criollos blancos no quieren acordarse de su ancestro indígena.
Ningún país de América Latina está libre de la utopía del blanqueamiento. Ni los que han tratado de construir su identidad nacional a partir de la idealización del mestizaje (México, Perú, Ecuador, etc.), ni aquellos que han hecho orgullo en torno a ser pura, o fundamentalmente, blancos (Argentina, Chile, Uruguay).
La lucha por descolonizar el imaginario continúa.
[1] He desarrollado este tema en Portocarrero (2006).
[2] Las ordenanzas coloniales sobre la vestimenta que regulan el tipo de vestido que cada grupo social puede llevar, son, por ejemplo, letra muerta. Todos los que pueden compran la ropa más cara y lujosa. Ello da una suerte de blanqueamiento instantáneo. Y cada vez es más difícil saber quién es quién. Entonces, se trata de clasificar a la población de acuerdo a su color. Los más valiosos son, desde luego, los blancos. En el otro polo, suscitando horror y rechazo, están los negros. Y, en el medio, los indígenas.
[3] “Frente a esta idea de la degeneración de las especies en el Nuevo Mundo, la pintura de castas simboliza la respuesta pictórica novohispana al debate: una tierra fértil con deliciosos frutos y un mestizaje vigoroso creador de hermosas criaturas. Es por ello que, en palabras del historiador español Diego Angulo Iñíguez, la pintura de castas aparece como ‘un canto a la fecundidad de la tierra mexicana’; es decir, puede entenderse dentro de la tradición que muestra la ‘grandeza mexicana’ al menos desde el siglo XVII. Sin embargo, lo específico de la pintura de castas, su apología del mestizaje, adquiere mayor sentido dentro de esta polémica sobre el Nuevo Mundo. Es por ello que ciertamente puede entenderse a la pintura de castas como fruto de una conciencia artística ‘mexicana’. Al igual que la gran obra arquitectónica de Lorenzo Rodríguez, el Sagrario metropolitano, y que el Retablo de los Reyes de Balbás, las dos magníficas obras del siglo XVIII novohispano, puede decirse también que la pintura de castas representa un intento por restablecer la vieja idea de la grandeza mexicana en una nueva y espléndida forma" (González Esparza s. f.). Una posición similar se encuentra en Pérez (2010).
[4] No se sabe mucho sobre la vida de Esteban Terralla y Landa. Nace en Sevilla, vive un tiempo en México y viene al Perú hacia 1787, dedicándose a la minería sin mayor éxito. Su sátira está escrita a la manera de una carta que brinda “consejos económicos, saludables, políticos y morales que da un amigo a otro con motivo de querer dejar la ciudad de México por pasar a la de Lima” (2011: 17).
[5] Junto con la utopía del blanqueamiento tenemos ahora la “utopía del rejuvenecimiento”. Esta utopía nace de la mistificación de la juventud y del miedo a la muerte. Cirugías, cremas, adelgazamientos, etc.; la lista es demasiado larga. Y, claro, el casarse con personas menores que uno aparece como una forma de alejarse de la muerte y la insignificancia. En este caso se suele intercambiar juventud por dinero o prestigio social. Pero, evidentemente, este es otro tema.
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